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El Milagro de la Miel Virgen (autor: Tony Medina)




"A la Memoria de Tony Medina"




"El Milagro de la Miel Virgen"

 Víctor y Lourdes decidieron aislarse del mundo, por
 eso se establecieron en Cayo Guáicaro cuando se casaron.
 Allí en aquel lugar abandonado que Víctor había heredado
 de sus padres, construirían su propio paraíso entre las aguas 
 salinas, arrecifes y corales. Víctor; en su piragüa,
 iría al otro lado del mar en busca de lo necesario para ambos, y solo
 recibirían muy rara vez a Leonardo; el mejor amigo de
 Víctor y quien administraba sus bienes en la ciudad.
 Libres de curiosos y visitantes, dieron riendas sueltas
 a sus pasiones por todos los rincones del cayo, mientras
 Lourdes plantaba gardenias…en sus momentos de ocio.


 Víctor no permitió a su mujer cubrirse el pecho,
 quería verla juguetear por Cayo Guáicaro con sus ebúrneos
 senos al aire libre, como su largo y abundante cabello.
 Lourdes embadurnaba sus tetas a diario, les ponía mantequilla
 y azúcar para protegerlas del sol, y para aliviarlas de
 los constantes ataques de lujuria de su marido que había
 hecho de ellas el símbolo más importante de sus vidas; símbolo
 que sólo cubría cuando Leonardo visitaba el cayo.


 Poco duró el júbilo de Lourdes ante el nacimiento
 de su hija Dayma, sus senos maternos se agrietaron y
 perdieron solidez y tersura. Víctor los miraba espantado sin
 atreverse a tocar los despojos de su obsesión. Lourdes
 pasó cinco años luchando por rescatar a su hombre, usaba
 mejunjes y cataplasmas para sus pechos marchitos.
 Finalmente cansada de inútiles intentos, renunció a la
 batalla, se cubrió con un ropón y se conformó con los
 recuerdos de las caricias masculinas. Se aferró a Dayma.
 Para Víctor, su esposa e hija pasaron a ser un estorbo, les
 fabricó un jacal cerca de la casa, y les prohibió acercársele
 o entrar a la residencia familiar.




Leonardo llegaba ahora a Cayo Guáicaro cada
semana, con su piragüa llena de mujeres jóvenes para
saciar el morbo de Víctor que las hacía correr por el cayo
con los senos al aire mientras las cazaba como mariposas. Leonardo estaba satisfecho de sus ganancias y su trabajo
consistía en traer prostitutas jóvenes de senos pequeños y
 sólidos e irlas reemplazando siguiendo las indicaciones de Víctor.

El cayo se tornaba un enorme jardín de gardenias
 por el que Lourdes y Dayma se paseaban cuando no estaban
 las amantes de Víctor. Nunca  le  fue permitido a madre
 e hija salir del cayo. Así creció Dayma, convencida de que
 aquél era el universo, cuyo límite eran los arrecifes, su
 único entretenimiento era mirar desde sus ventanas, las
 eróticas aventuras de su padre con las mujeres que venían
 en la piragüa.



Víctor y Leonardo eran los únicos hombres que
 Dayma había visto aunque sólo fuese de lejos, en sus doce
 años de vida. Ellos, y el hombre de la foto que tenía
 Lourdes guardado entre papeles viejos en un cajón.
 Aquél no era panzudo, ni mantecoso… por eso
 Dayma se la robó a su madre e hizo del joven de la foto su
 amante imaginario.

Lourdes se aterró el día que su hija comenzó a
 vomitar gardenias y se dio cuenta que Dayma las comía
 desde pequeña. El vómito invadió Cayo Guáicaro del perfume
 lujurioso de las flores y los árboles se llenaron de
 aves de colores. Desde entonces, Dayma comenzó a
 destilar miel de gardenias por los poros cada luna llena, mientras
 la adolescente se desnudaba sobre los arrecifes, el néctar
 caía en las aguas cuajadas de peces que bebían ávidamente
 de la miel de la virgen. Aquellos peces llevaban su
 aroma al otro lado del cayo, y los pescadores los colgaban
 al sol para usar el líquido que destilaban como ungüento
 erótico. Nadie sabía de dónde venía…




Cada luna llena, el viento llevaba los pétalos de las
gardenias a los arrecifes. Dayma, impulsada por una fuerza
misteriosa, escapaba del jacal a escondidas de su madre y
acudía al lecho de pétalos que la esperaba frente al mar,
se acostaba sobre ellos mientras la luna hacía el amor con
su cuerpo destilante y la joven se frotaba los pezones azucarados mientras se estremecía de placer con los ojos
cerrados, para imaginar sobre su cuerpo la caricia de su
amante de papel, aquel que había robado de las cosas de
su madre. El ritual erótico se repitió por años, mientras la
piragüa iba y venía con las mujeres para Víctor. Lourdes miraba
a escondidas las orgías de su marido, único consuelo que quedaba
a su sensualidad reprimida, mientras sus muslos se humedecían en sádico
estertor.

El misterio de los peces aromáticos corría de
 pueblo en pueblo, las coloridas aves se reproducían a montones
 creando un paisaje paradisíaco. Pero todo cambió
 aquel día en que por los muslos de Dayma corrió la sangre
 dulce de la pubertad. De los huevos de las aves salieron
 entonces mariposas rojas que libaban con avidez las gardenias
 hasta desmayarlas delirantes, pero Lourdes no ponía
 atención a las maravillas que ocurrían a su alrededor. Ella
 sólo soñaba con volver a sentir los tibios labios de su marido
 jugueteando con sus pezones. Para Víctor sin embargo;
 su mujer, su hija y su paisaje eran los senos de sus
 amantes.



 Lourdes despertó una noche de luna llena y no
 encontró a su hija Dayma, la buscó por todo el cayo.
 Cuando la halló sobre las rocas, se sorprendió con el éxtasis
 de su hija en medio de aquel mágico panorama, los peces
 saltaban con avidez para beber la miel aromática que brotaba
 de la joven. Lourdes, intrigada por la avidez con que
 bebían desesperados, corrió a la casa en busca de un
 recipiente para recoger un poco. Cuando regresó a los arrecifes
 sólo encontró el lecho de pétalos empapados, los exprimió
 con ambas manos hasta llenar la vasija y se la llevó
 presurosa al jacal. No pudo soportar la tentación cuando
 llegó a su alcoba; probó el néctar, era dulce, aromático y
 tibio, sintió una extraña sensación en los labios y en el
 dedo que había introducido en la vasija. Curiosa, sumergió
 su mano en el líquido; al sacarla, se sorprendió de ver su
 mano rejuvenecida, su piel de porcelana le recordó sus
 manos de adolescente, frotó su rostro para lograr el mismo
 resultado. En unos segundos, el espejo le devolvió a la
 Lourdes joven, tersa y nacarada que ni ella misma recordaba.
 Jubilosa se desnudó y frotó sus fláccidos senos con la
 miel, sus pezones adquirieron tersura y sus pechos
 volvieron sólidos a su lugar…

 Corrió a embadurnarse de pies a cabeza.  De
 inmediato fue la misma mujer que enloquecía a su hombre,
 con sus senos de mármol y su belleza infantil se alisó los
 largos cabellos y suspiró. ¿Hasta cuándo duraría el efecto
 de aquello?, ¿Cómo había logrado Dayma destilar aquella
 magia? La vasija aún estaba por la mitad, la puso bajo su
 cama, se durmió entusiasmada; pero amaneció tan envejecida
 y ajada como antes. Al buscar el néctar, sólo encontró
 un líquido oscuro y mal oliente, entonces volvió a
 cubrirse como siempre; pero decidió apropiarse de aquel
 
milagro de juventud.





 Lourdes recordó el día en que Dayma había vomitado
 gardenias y pensó que el secreto estaba en las flores.
 Comenzó a comerlas con desesperación, pasaron días
 mientras Lourdes esperaba ver brotar de su piel el liquido
 aromático que le devolvería su juventud y se cansó de
 esperar; pero pensó que a Dayma podría robarle
 suficiente elíxir para recuperar a su marido. Se le aparecería
 después de embadurnarse, más bella y radiante que
 nunca. Su único temor era que desconocía cuánto tiempo
 duraría el hechizo.

Dayma era feliz, su hombre de papel llegaría en la
 piragüa para completar el paraíso en que vivía rodeada de
 gardenias, aves de colores, mariposas púrpuras, arrecifes,
 mar y peces luminosos. Lourdes continuaba espiando, y así
 volvió a robar el néctar mientras su hija languidecía bajo la
 luna. Aprovechando el éxtasis de la joven, se embadurnó
 toda, se cubrió con una mantilla blanca y fue en busca de su
 marido.




Víctor estaba ebrio sobre una silla de las que rodeaban
 la casa. No la reconoció; pero al  ver correr la mantilla sobre
 aquella Venus platinada por la  luna y aromada de gardenias,
 enloqueció de lujuria. Dibujaba con sus labios los pechos de
 Lourdes, que temblaba de placer sin emitir palabras bajo las
 caricias masculinas.

Luego del clímax, la mujer corrió rumbo al jardín arrastrando
su manta, segura de que su marido la seguiría como perro
hambriento, reía infantil y coqueta hasta caer entre los arbustos
de gardenias dejándose amar intensamente; pero, temerosa del
amanecer escapó, dejando a su hombre asombrado y
enhiesto con el deseo, quemándole la sangre.




Al día siguiente, Víctor creyó haber tenido una alucinación
 alcohólica. ¡Sólo Leonardo traía mujeres al cayo!
 ¡Pero ninguna tan bella, ni con aquellos senos…!

Seguía la piragüa llegando desbordante de jóvenes, mientras Víctor
 buscaba inútilmente entre ellas los pechos de la diosa de la
 noche que lo enloqueció, perdió su interés en las bacanales y
 prefirió esperar en el mismo lugar cada noche. Lourdes acechaba
 impaciente el conjuro de Dayma frente a las aguas.




Dayma nunca se preguntó por qué sus instintos la
llevaban a los arrecifes, ni tampoco el nombre de aquél que
la hacía humedecerse toda cuando miraba su foto; pero
recordaba que a veces su madre decía: “¡Dios nos proteja!”,
“¡Dios lo perdone!”, “¡Quiera Dios…!”. Se refería a sus
miedos y amarguras, pero Dayma asumió que Dios sería el
nombre del esbelto joven que la excitaba desde la foto.
Quizás era él quien la invitaba al conjuro sublime frente al
mar, el que un día se quedaría con ella en Guáicaro, o la llevaría
con él a su cayo, más allá de los arrecifes.

Volvió la luna llena y con ella; su esperada cópula
 mística. Lourdes reapareció frente a Víctor devolviéndole el
 misterio. Pasaron así muchas lunas sin que Víctor descubriese
 quién era, ni de dónde venía la mujer de sus
 sueños. Ya la piragüa no venía con las mujeres, Leonardo
 seguía visitando a veces el cayo, añorando sus
 ganancias de otros tiempos cuando Víctor anhelaba las visitas
 femeninas.




Lourdes se conformó con esperar por
 cada luna llena para saciar sus ansias de mujer. Víctor
 soñaba repetir sus noches de placer con su diosa sin
 nombre. Dayma seguía esperando la llegada de su sueño
 de papel.



Una noche, Víctor quiso retener a su amante. Ella
 forcejeó desesperada, temerosa de envejecer entre sus brazos
 y volvió a escapar. El hombre enfurecido, exploró todo
 Cayo Guáicaro, incluso entró al jacal de su mujer y su hija,
 creyéndolas cómplices de esconder a su amada. Allí encontró
 la mantilla; pero ninguna explicación convincente.
 Comenzó desde entonces a vigilar el jacal….




 A la luna siguiente, Víctor vio salir a Dayma, la
 siguió cauteloso, se apostó entre las rocas coralinas y vio a
 su hija desnuda, bañada de luna sobre los arrecifes. Los
 peces chapoteaban y saltaban desesperados tratando de
 alcanzar las rocas. Sin salir de su asombro, vio a Lourdes
 merodear y recoger los pétalos saturados de miel mientras los
 exprimía en una vasija.
 



Víctor siguió a Lourdes, mientras
 se dirigía sigilosa hasta el jacal. Al rato, vio salir a su
 amante nocturna, su pasión le urgía a seguirla; pero exigiría
 primero una explicación de Lourdes. Entró al jacal…
 Sólo encontró el fuerte aroma de las gardenias.

 Lourdes se alarmó al no encontrar a Víctor esperándola
 sobre su silla de hierro; no tuvo que esperar mucho.
 El hombre llegó con la mirada interrogante
 y retadora decidido a descubrir la verdad. Ella dejó caer la
 mantilla, la lujuria lo encegueció de nuevo. Sin pedir explicaciones,
 bajo el conjuro invitador, el hombre cayó a sus
 pies y trepó con sus labios hasta los pechos palpitantes, el
 rostro de Lourdes le sonreía provocativo, su músculo viril
 latía incontenible y su acometida fue brutal. Lourdes cabalgó
 hasta quedar sin hálito. El alba los sorprendió jadeantes.




Víctor no la siguió, la vio perderse entre los arbustos
mientras la imágen de Dayma sobre las rocas se apropiaba de
su mente con un morbo incontenible que superaba su lujuria por la
amante misteriosa. Después de todo, ya su hija era toda una mujer,
no recordaba haberle dirigido nunca la palabra. Sin embargo,
más allá de sus escrúpulos, la belleza de Dayma se convirtió ahora en la
obsesión que torturaba sus deseos. Estaba decidido
a poseer a aquella estatua perlada que había visto tumbada
sobre un lecho de gardenias en los arrecifes. No le
importaba el precio…y vigilo cada noche los arrecifes del ritual.
Con la próxima luna llena, Víctor caminó tras
Dayma hasta verla desnudarse y caer sobre los pétalos.
La joven en trance, no percibía lo que ocurría a su alrededor.

Las manos del hombre comenzaron a correr por el cuerpo
desnudo y sudoroso de la virgen. De inmediato, al contacto
con el néctar aromático, Víctor sintió una extraña sensación
en sus labios y manos, se arrancó las ropas con tirones
lujuriosos y arremetió ciego. Primando sobre el padre, el
macho reclamaba sus derechos de conquista sobre la hembra
exaltada. Su cuerpo, al contacto con la miel aromática
que lo enajenaba, volvió a ser el de la foto que un día
dedicó a su adorada Lourdes.





 Dayma permanecía extasiada con los ojos entre abiertos,
 se estremecía de placer bajo las caricias masculinas,
 reía de felicidad. ¡Al fin había llegado su hombre! Así
 había imaginado sus caricias, sus manos, sus besos, su
 pasión… Abrió temerosa los ojos. En efecto, mirándola con
 deseo y ardor, vio al amante de sus sueños, el mismo que
 siempre le sonreía desde la foto robada. ¡Era él! ¡Ágil,
 esbelto, apasionado! No sabía cómo llamarlo. Recordó las
 palabras de Lourdes… Lo abrazó feliz: “¡Dios…! ¡Dios…!
 ¡Sabía que vendrías a buscarme!”

Víctor fue sordo a sus palabras. Sólo existía el
 cuerpo de la virgen y siguió su recorrido descendente. Llegó
 al pubis palpitante y bebió de la miel que brotaba con cada
 estertor. Una nube de mariposas rojas voló desde las gardenias
 con un extraño zumbido, huían aterradas; como si la
 inminente violación de la virgen hubiera de troncharles
 el hilo de la vida. La luna se escondió para no tocar
 con su luz el cuerpo ultrajado, los peces, despavoridos,
 también huyeron. Sólo el aroma sofocante de las gardenias
 continuaba embrujando la noche.
 




Lourdes quedó atónita ante la escena. No reconoció a su marido.
Sabía que ningún hombre, excepto Víctor y Leonardo, venía al cayo;
pero su necesidad de robar el néctar milagroso era más importante
que saber quién era el joven que tenía en éxtasis a su hija.
Comenzó a recoger los pétalos empapados
para ir en busca de su hombre. La pareja se estremecía en
comunión libidinosa sobre las rocas
.

Súbitamente, el viento esparció pétalos secos sobre
 los arrecifes. Víctor había robado a Dayma su virginal
 inocencia. Ya no corría el néctar rumbo al mar. Una nata de
 peces flotaban inertes sobre las aguas. Roto el milagro,
 Víctor volvió a ser el viejo panzudo de siempre. Al reconocerlo,
 Lourdes encegueció furiosa, y comenzó a gemir y a
 lanzar maldiciones sobre su hija y su marido.




Las mariposas volaban nerviosas. Una fiera salvaje;
madre ofendida, amante traicionada se lanzó sobre
Víctor. Dayma abrió los ojos y descubrió aterrada el cuerpo
de su padre sobre ella y se incorporó confundida. No supo en qué momento su Dios, su amante, su salvador, la había
abandonado dejándola sobre los arrecifes a merced de su padre, si llevársela con él o quedarse en Guáicaro con ella.


Lourdes y Víctor se golpeaban sobre los arrecifes.
Dayma buscaba desesperada a su amante entre los arbustos
de gardenias, registró el jacal, volvió a los arrecifes
con el retrato en sus manos: -”¡Dios…”! “¡Vuelve...
vuelve…!”

Lourdes corrió a Dayma y curiosa le arrebató el
retrato. Era el mismo que Víctor le había dedicado en sus
tiempos de novios y que ella había buscado inútilmente
por años. Lo había dado por perdido y nunca sospechó
que Dayma lo tuviese. Abrazó a su hija que no apartaba
los ojos de la luna, mas su piel ya no exudaba miel de gardenias.
Víctor permanecía desnudo sobre las rocas, jadeante
y enfurecido.




Dayma miró la nata de peces sin vida chocar contra
los corales, la luna se ocultaba avergonzada en las sombras
de la noche. Dios no estaba en Cayo Guáicaro, ni la
esperaba en su piragüa luminosa al borde de los arrecifes,
comenzó a caminar callada rumbo al mar. La espuma
acariciaba y limpiaba su cuerpo. Se perdió entre las aguas que
la noche había teñido de negro.

Leonardo se asombró al llegar a Cayo Guáicaro al
día siguiente, los arbustos de gardenias eran sólo despojos
renegridos y la desolación era absoluta. Ni aves multicolores,
ni mariposas rojas lo habitaban. La casa abierta
estaba llena de mariposas negras, muertas y pestilentes,
en el patio una silla mostraba una mantilla
polvorienta; pero su sorpresa fue mayor cuando encontró
en el jacal los cuerpos sin vida, abrazados y desnudos,
de Víctor y Lourdes. Los cadáveres despedían el fuerte
aroma de las gardenias. Aterrado, se marchó para siempre
en su piragüa del Cayo después de buscar a Dayma inútilmente.

Nadie ha vuelto al Cayo; pero los peces aromáticos
siguen llegando a los pueblos vecinos. Cuentan los
pescadores que en las noches de luna llena, una hermosa
mujer sale del mar y se tumba sobre los arrecifes, mientras
los peces platinados por la luna, saltan jubilosos junto a las
rocas y el aroma de gardenias invade nuevamente el cayo…



Qué Tengo Pa' Tí
2013